CENTRO CULTURAL SAN FRANCISCO SOLANO
CENTRO CULTURAL SAN FRANCISCO SOLANO. LA HIJA DE RUFINA

LA HIJA DE RUFINA

LA HIJA DE RUFINA(*)


Por: Leonora Acuña de Marmolejo


Roberto y Armando vinieron desde la capital, al pueblo de Las Mercedes, para asistir al funeral de su madre María de Jesús, quien había fallecido después de permanecer inválida tras de una larga enfermedad de diabetes.
Llegaron a la bella casa solariega en donde encontraron a Don Alejandro Alcázar su padre, sumido en la más honda tristeza y amarga desesperación. Allí estaba Rufina, la joven mujer que desde niña había servido a toda esta familia de la más alta alcurnia. Era ésta una mujer aindiada, con una bella figura, callada y solícita al menor deseo del patrón o de su familia. Ella había servido no sólo en la casona, sino también en la finca “Los Zarzales”, también de propiedad de la familia, y en donde a la patrona Doña Jesucita (como era llamada cariñosamente) le gustaba permanecer por largos períodos de tiempo.
La casa de Las Mercedes estaba ubicada en la colina llamada “Baltasara”; era una casa muy amplia con dos patios, zaguán con vitrales, y grandes alcobas circundadas por amplios corredores enladrillados y situados alrededor del llamado “Patio de los Rosales”, en cuyo centro estaba localizada la tradicional fuentecilla de alabastro. El segundo patio era el llamado de “Las Veraneras” y circundaba el oratorio de la familia, la biblioteca, y la pinacoteca en donde Don Alejandro tenia réplicas de pinturas de famosos artistas del pincel, las que cuidaba con solicitud y esmero. En la sala y la antesala había lámparas araña, de murano; y los muebles eran estilo Luis XV, tallados en madera finísima. En la parte posterior de la casona se encontraban el establo, la caballeriza, el gallinero, y el patio de árboles frutales. La entrada y salida de la servidumbre se hacía por un amplio zaguán localizado en la parte trasera de la vivienda.
A la sazón, Don Alejandro era un eminente abogado de unos 58 años de edad, corpulento, con un pelo rubio que ya empezaba a encanecer; tenía unos ojazos de crisoprasa que miraban profundamente, era apuesto y hacía derroche de buenas maneras y de educación, al tratar con la gente y especialmente con las mujeres. Allí en el pueblo era un hombre muy respetable, lo mismo que sus hijos Roberto y Armando quienes ya pronto terminarían sus respectivas carreras de Derecho y de Medicina.
Aquel día, al terminar el funeral, estos habían regresado a sus estudios en la capital, pues sólo habían obtenido licencia para viajar por el caso fortuito que se les presentó. Al faltar Doña Jesucita, Rufina se hizo cargo directo del cuidado del patrón. Pero todos ignoraban que a pesar del amor que Don Alejandro le profesaba a su mujer, tras la larga enfermedad de ella, él había suplido sus necesidades sexuales con la callada, mansa, sumisa y condescendiente criada, a quien hizo su concubina desde la noche aquella en que se quedó velando por la patrona, cuando a la madrugada a la salida al patio de la cocina, le entregó sus dones y su virginidad al patrón que la acechaba, y quien de allí en adelante fue muy prudente para esconder sus relaciones clandestinas con ella.
Al pasar de los meses, la gente del pueblo y de la misma servidumbre empezó a murmurar porque los dos se habían quedado prácticamente solos en la casa. Los murmullos aumentaron y llegaron a la capital a oídos de los hijos, ante lo cual estos determinaron viajar al pueblo a fin de poner coto a aquella situación un tanto embarazosa, y que denigraba de la alta alcurnia y de su historia familiar de la cual ellos se sentían muy orgullosos.
Cuál no sería su asombro y su curiosidad cuando al llegar encontraron allí a la criada instalada en la alcoba que había pertenecido a su madre, y al verla adueñada de las joyas y pertenencias de ella, y posesionada de todo como dueña y señora, dando órdenes a los criados que antes habían sido sus compañeros en las labores de servidumbre.
Indagando por la situación, supieron por los miembros del servicio que meses antes Don Alejandro los había reunido para informarlos muy determinado y ceremonioso:
—De ahora en adelante, en esta casa se hará lo que Rufina ordene. Ella es ahora la dueña y señora.
Al saber esto, ellos decidieron hablar enérgicamente a su padre, mas éste se mostró muy renuente ante los reclamos y ante su deseo expreso de que prescindiera de los servicios de quien ahora para ellos era una “intrusa mujerzuela”, que no sólo no reemplazaba a su madre en nada, sino que además -según ellos-, hasta ofendía su memoria.
—No sólo es que no prescindiré de los servicios de Rufina —les dijo con autoridad—, sino que pienso hacerla mi esposa.
Ante esta situación los hijos salieron muy airados y desencantados de allí, jurándole a su padre que si él cometía semejante desatino, no volverían a pisar la casa, y menos aún a dirigirle la palabra, y que en esta forma los perdería para siempre.

Por aquellos días ya Rufina estaba embarazada y las murmuraciones de la gente iban en aumento a medida que su estómago crecía. Como esta situación diera lugar a un verdadero escándalo en el pueblo, el Señor Cura llamó a Don Alejandro y con gran respeto y diplomacia le dijo:
—Me apena, Don Alejandro llamarlo a cuentas, mas usted comprenderá que su concubinato abierto con Rufina, no es el mejor ejemplo para este pueblo en donde dicho sea de paso, su preclara conducta y la de su familia han sido siempre paradigmáticas, pero estoy tratando de imponer normas de moral y buena conducta. Asi pues yo le ruego muy comedidamente, poner fin o arreglar esta situación para bien de todos.

Por otra parte, ante las audaces amenazas de Rufina (quien ya había cobrado cierta autoridad de ama y señora), de que lo abandonaría y se iría para siempre llevándose al fruto de sus entrañas, Don Alejandro -quien ya iba sintiéndose un buey viejo-, y a quien los favores sexuales de la fresca muchacha le tenían embelesado, optó por casarse con ella, pese a la gran distancia social y cultural que existía entre ellos, y a sabiendas de la profunda contrariedad que este proceder causaría a sus hijos.
Viajó a la vecina ciudad de Cartago y regresó trayendo un bello vestido de novia. En un soleada mañana dominguera, paseó a Rufina por la plaza principal del pueblo vestida con su pomposo traje blanco, el que ya con una barriga de más de siete meses de embarazo, le quedó alto por delante. Al llegar al atrio de la iglesia, y en un gesto mezcla de gallardía y desafío Don Alejandro el flamante novio, se irguió frente a la fachada de espadaña, y al tiempo que acariciaba el vientre de la joven dijo a los curiosos:
—Me caso en esta misa de las doce que es la más concurrida, porque quiero que todos presencien mi boda, y he traído a mi futura esposa con traje de blanco ya que para mí, ella ha sido pura y lo que lleva en su vientre es mío…
A los dos meses nació una bella niña, bastante trigueña y con rasgos aindiados como su madre (en contraste con sus rubios y marfileños hermanos), viniendo así a ser como ovejita negra de aquella encumbrada familia, y por este motivo a medida que crecía era motivo de la impertinente curiosidad de la gente del pueblo que no se cansaba de exclamar cuando la veían pasar: —¡Es la hija de Rufina!…


(*)* Cuento del libro “Fantavivencias de mi Valle” .AÑO 2012